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No soy guapo pero leo: la mercantilización del intelecto

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Ya lo dijo una marca de desodorante para hombres en su último spot publicitario “El look ¿Quién necesita el look cuando tienes los libros?”. Desde luego uno de los grandes lugares comunes respecto a las relaciones humanas es el hecho de que la inteligencia enamora. Es que nos han hecho creer tanto en la banalización del físico como la belleza. Nos han –casi- obligado a sentirnos mal en fijarnos en una persona por su físico. “¿Por qué te fijas en esas grandes nalgas? ¡No seas plástico!” Mucho se criticó la gran ola de halagos al físico de la ahora famosa y casi olvidada #lady100pesos, que con sus ropas y atributos físicos flechó a más de uno, los cuales quedaron sometidos a un sinfín de juicios por mostrar abiertamente su gusto por la joven irresponsable que manejaba ebria. Pocos días después la ironía ponía más sal y pimienta al asunto, y es que se daba a conocer la noticia de una chica originaria de Zapopan, Jalisco, de apenas 17 años de edad quien dio un brinco a la fama por ganar una medalla de oro en la Olimpiada Europea Femenil en matemáticas. Las reacciones puritanas no se hicieron esperar, nuestro ya tan inmerso pensamiento binario donde todo es bueno—malo, verdadero—falso, correcto—incorrecto, sin matiz alguno, relució en redes sociales, “el mexicano que se enamora de una cara bonita, pero no de un cerebro”.

La confrontación entre la belleza y la inteligencia es todo un tema a debatir, y no por si ser bonita/guapo/sexy o inteligente sea el dilema, sino por todas las construcciones y normativas que se ejercen en lo social. Sin embargo, en este texto, lo que quiero señalar es la mercantilización de la inteligencia, incluso en grados más o menos parejos de la belleza. Es por eso que un desodorante para hombres, caracterizado por tener un efecto infalible en la sexualidad de las mujeres, ahora no sólo habla de tener “la nariz, el traje, el toque, el abdomen” sino también los libros y la cabeza.

No hay nada nuevo bajo el sol. El ser intelectual –o parecer- es una de las características distintivas más perseguidas. Por eso, cuando compartimos esos memes de no entender a Heidegger o quejándonos de no terminar la tesis, habrá que preguntarnos si en verdad la compartimos para quejarnos, o queremos hacerle saber al resto que tenemos la capacidad de intentar leer “El ser y el tiempo” o que hemos llegado a la instancia de escribir una tesis universitaria.  No sé, lo que sí sé es que la cultura tiene su propio orden jerárquico y de aspiración al poder. La separación del hombre común y del vulgo se consigue por varios medios, desde escribir o expresarme con un lenguaje turbio, oscurecido y para el acceso de unos cuantos iniciados, provocando la exclusión de aquel lector que no esté a la altura de mis enunciados, hasta la ridiculización de aquel que no tiene los mismos referentes culturales que los míos. Pues, si en aquella imagen lo que ves es un sombrero, te falta leer más.

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Es por ello, que hay poses de pedantería y arrogancia de las elites culturales que no leen, esas mismas elites que te dicen que apagues la tv y abras un libro. Es por ello que leer, más que una práctica de construcción del conocimiento, de empatía, de memoria, de colectividad, de participación, se ha vuelto una práctica de clase.

Retomando un pasaje del libro “Genealogía de la soberbia intelectual” de Enrique Serna, en el que cita a Thomas Mann para dirigirse a los filósofos alemanes: “Ustedes no aman la palabra, no saben servirse de ella, o la glorifican de un modo muy poco amable, y el mundo articulado no sabe y no consigue averiguar qué pasa por su cabeza. El lenguaje, en sí mismo, es civilización. Toda palabra, incluso la más contradictoria, es vinculante”. Continúa: “Cuando el lenguaje desvincula en vez de unir, pero viene avalado con el prestigio intelectual superior, incita a los ambiciosos a unirse a una cofradía de colocada por encima de la especie humana”. Entonces incomprensible=profundo.

En efecto, existen muchas clases de prestigio, y uno de ellos, es el cultural/intelectual. La distinción ante el humano común viene de la mano del prestigio y los sellos de autoridad, los cuales marcan qué sí debemos leer y qué no. Es por ello que el lector de Nietzsche desprecia al lector de Coehlo. Es por ello que el lector de Borges, desprecia al lector de Sabines, y el universitario –y si es de la UNAM, mejor, por supuesto-, al resto que no tiene los grados educativos para sostener dialogo alguno con él. Entonces, ¿quién define lo que es leer? Como lo pregunta Gregorio Hernández Zamora “Me desconciertan las voces de alarma de aquellos que, sin apartar la nariz de sus muchos libros, atesorados en opulentas bibliotecas privadas, dicen que la mayoría de gente no lee, pero difícilmente ponen un pie en los barrios pobres de este país para conocer lo que los jóvenes y adultos pobres efectivamente están leyendo, las razones por las que eligen leer lo que leen, y las maneras no convencionales que tienen de leer. Es más fácil, desde la comodidad del prestigio bien ganado como escritor, secretario de Estado, o locutor de moda, simplemente prescribir, si no imponer, a todo un país lo que cuenta como leer y lo que las masas deben o no deben leer”

La intelectualidad se ha mercantilizado, no sólo en este nuevo anuncio de desodorantes, donde aparte de oler bien, si tienes los libros, aunque no los abras, comprendas o intentes explicarlos a los demás, tienes una gran ventaja sobre el resto de los hombres en conquistar a una mujer. La librería Gandhi puede ser el ejemplo perfecto de esta mercantilización. Por supuesto, quien compra libros es más atractivo, porque no escribe “haZi”, porque no votaría por el PRI o mejor aún, porque aspira a que sus hijos no digan “fierro pariente”.

La simulación, la apariencia y el espectáculo que encontramos día a día sobre la narración y construcción de nuestro yo y la relación con la otredad es un punto de partida para diferenciarnos de los demás, para construir nuestra identidad a través de las diferencias y no en margen de ellas como diría Stuart Hall. Por eso tan importante qué lees como lo que no. No basta leer a Wittgenstein, sino despreciar a Jodorowsky. Y así en otras disciplinas, prácticas culturales  y expresiones artísticas. Belleza e intelecto, son dos garantías de distinción, porque como lo diría una de las famosas frases de Gandhi: “Si eres feo, te urge leer”.

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