¿Quién es peor? ¿Aquel director de cine que hace perversiones y termina con los valores morales aceptables de la sociedad o las personas que acuden a ver el filme? ¿Un asesino o quién presencia el asesinato, y se divierte por aquello?
Una de las nuevas musas, según dicen, es el arte cinematográfico. Una sensación de la cual no se necesita gran conocimiento, ni talentos, ni sensibilidad. Sólo se requiere del sentido de la visión, un buen asiento, y palomitas grandes. Cabe rescatar que es una actividad que se puede hacer grupal, con risas, sustos o sollozos, y también una actividad solitaria, reflexiva, presencial.
Lo que el espectador hace es ser testigo de un crimen. Un delito que dura aproximadamente de hora y media, hasta dos horas y media. Un acontecimiento que contiene sangre, dolor, entrañas. Son más bien, cómplices del crimen. El asesino busca que le aplaudan, al igual que el director. Mientras, el público está en tensión, mirando, prestando su atención. Una que otra persona ríe, o no faltará algún bebé que en la sala llore. La gente se distrae un momento, y hasta pareciera que la misma escena de la película se detiene a que pase el acontecimiento. Toman sus roles de nuevo, el filme sigue. El o la protagonista asesina, viola, llora, ama, besa, hace lo que sea para la complacer al espectador. Y lo logra. Conmueve a la gente, la hace palpitar un sentimiento social, algún suspiro suena en la sala, quizá añorando algo. Y las personas se conectan al filme, aunque siempre habrá algún desentendido que no comprenderá la trama de lo que acaba de presenciar.
Como cualquier otro arte, existe la película exacta para el tiempo y el espacio que uno vive. Una parte del espectador que ha sido plasmada en la pantalla grande. Un sueño, un deseo, un recuerdo, una alegría, un dolor, una idea. Y cada película que vemos, nos complementa. Nos ayuda a seguir evolucionando en nuestro infinito deseo de ser cada vez mejor.